domingo, 17 de octubre de 2021

Pruebas de estrés ideológico

Para aprender es eficaz la repetición. Para crecer es necesario el esfuerzo. Y para esto último uno de los ejercicios más útiles es salir de la “zona de confort”. Si se quiere contar con una visión completa, contrastada y consistente es imprescindible evitar caer en el sesgo de confirmación y en la complacencia. Y eso pasa por leer a autores que opinan de forma diferente a nosotros. Y no para que nos convenzan y cambiemos de opinión, sino para ser capaces de entender otras posturas que, insisto, pueden servir para reforzar las nuestras. Pero será porque han pasado pruebas de estrés.

A mí me ha sucedido con algunas de las últimas lecturas, en concreto, con tres. No me han llevado a cambiar de opinión, pero me han permitido entender ciertas quejas o reivindicaciones. Han reforzado mis ideas, pero me han permitido reconocer las debilidades y los ámbitos de mejora de algunos de los pilares de mi identidad ideológica, así como para comprender (desde luego, más que hace unas semanas) al que opina y actúa de forma diferente a mí.


Empiezo por el filósofo Byung-Chul Han (Seúl, 1959), uno de los más reconocidos identificadores de los males de la sociedad actual. Los dos libros que he leído son “La desaparición de los rituales” y “La sociedad del cansancio”. Los dos dejan un poso de pesimismo sobre las consecuencias negativas del desarrollo económico, social y tecnológico de las últimas tres décadas y que han derivado en, entre otros fenómenos, en hiperconsumismo, exhibicionismo digital, “comunicación sin comunidad”, asfixiante competencia laboral (que llega a la “autoexplotación”) y el síndrome del trabajador quemado (burn out), depresión, TDA….

Vaya por delante que no estoy de acuerdo con considerar que este escenario negativo es el central, ni tampoco el generalizado (hay un halo de nostalgia que, en ocasiones, es de “viejo cascarrabias” o de “ludita agorero”[1]). Pero la argumentación y las evidencias son lo suficientemente potentes como para aceptar que hay quien lo sufre y quien pide cambios. No verlo es un error. Enrocarnos en nuestra posición sin reconocer que hay que hacer cambios y/o compensar los efectos negativos puede provocar una ruptura “con los otros” que acabe por que ellos impongan su modelo. Y no sólo por eso (visión egoísta) sino porque es justo entender e intentar ayudar (visión empática y solidaria).

Vuelvo al autor, quien dice que se ha pasado “del deber hacer” una cosa al “poder hacerla”. “Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede” y si no se triunfa es culpa de cada uno de nosotros. Comentarios muy en línea con los de Michael J. Sandel (EEUU, 1953) en “La tiranía del mérito” (he aquí la tercera lectura “incómoda” cuya videoreseña se puede ver aquí y desde aquí la reseña de Enrique Titos) y lo que denomino “humillación o depresión meritocrática” (en contraste con la “soberbia meritocrática” que indica Sandel).

Me atrevo a aplicar la estadística inferencial y, así, el Error Tipo I de la meritocracia[2] sería intentar alcanzar el éxito con toda tu capacidad y esfuerzo y no conseguirlo. En un “mundo de la positividad” como lo denomina Han (“El problema no es que a uno no le esté permitido hacer algo, sino que está en condiciones de hacerlo todo”) no lograr el éxito, hunde. Con lemas de frecuente aparición como “si quieres puedes”, “no hay límites”, etc. intentarlo con el máximo de tu esfuerzo implica que si no lo consigues es porque no eres válido y el sistema te expulsa. Y eso no es cierto, porque para conseguir el éxito son necesarias muchísimas más cosas que tu talento y tu esfuerzo. De hecho, son imprescindibles un mayor número de factores ajenos a nosotros que las que aportamos. Y eso, a los que llegan arriba y tienen éxito, se les olvida (o a unos cuantos). Caen en lo que Sandel denomina “soberbia meritócratica[3]”. El votante medio está cada vez más alejado de la tecnocracia y de la soberbia meritocrática y reacciona, al sentirse abandonado, optando por propuestas populistas (“Vista desde abajo, la soberbia de la élite es mortificante”). El votante medio, y tal vez en mayor medida el estadounidense, acepta (o aceptaba) diferencias en renta y un estado del bienestar poco generoso porque creía en la movilidad social. Ahora que ve (o que percibe) que la movilidad es menos probable, ya no está de acuerdo ni con las diferencias ni con la poca protección. Como ya no se cree en la movilidad social, ya no se aceptan las desigualdades. Y, según Sandel, fue Trump quien mejor supo aprovechar este alejamiento de la mayoría de la defensa de la meritocracia. Este ideal (“si te va bien en la vida es porque te lo has ganado; si te va mal es porque no has trabajado duro”) los impulsaron en los años ochenta Reagan y Thatcher, y la mayoría de los presidentes estadounidenses lo asumieron, en especial Clinton y Obama (“el discurso meritocrático dificulta la solidaridad entre los ciudadanos”).

Error Tipo I y Error Tipo II de la meritocracia

El error Tipo II se correspondería con aquel que consigue el éxito pero que, sin embargo, no se lo merece. Alcanza el éxito sin esfuerzo (o, en gran medida, gracias a la suerte o a una herencia). Es posible que aquí también sean necesarios mecanismos de reparto, pero es obvio que es mucho más debatible que en el Error Tipo I.

 Si se llega al éxito porque ha habido esfuerzo (cuadrante superior izquierdo), el reto es no caer en la soberbia meritocrática, aceptar que una parte del éxito se debe a factores externos y que se está en deuda con la sociedad. El cuadrante inferior derecho se refiere a quienes no se esfuerzan y no alcanzan el éxito. Parece merecido, ¿no? Sandel no hace mención a quienes están en este cuadrante.

Como conclusión, estos tres libros me han servido para entender y, en muchos casos comprender, al que piensa diferente a como lo hago yo. Sigo defendiendo que la meritocracia y el intenso desarrollo tecnológico están siendo impulsores del crecimiento económico global y promedio (como también el capitalismo, la democracia y la globalización). Que tienen más ventajas que desventajas. Pero debemos ser conscientes de los daños colaterales que generan y las personas a las que perjudican. No podemos abandonarlas a su suerte, aún a costa de equivocarnos y ayudar a “quien no se lo merece”. Pero es que, además, los que apoyamos la actual configuración tenemos que escuchar a los que la critican, porque seguro que en muchas de sus reivindicaciones tienen razón, y podemos considerarlas para mejorar los fallos del sistema. Es mucho más cómodo rodearnos de los que piensan como nosotros, no critican o no reivindican. Pero es un error. Nada es perfecto y para corregirlo hay que conocer los fallos. Lean a Byung-Chil Han y a Michael J. Sandel, aunque les incomoden, aunque en ocasiones piensen ¡qué tonterías dice! Por cada X pensamientos de este corte, habrá uno que sea del tipo “Ummmmm, no había caído; pues tal vez tienen razón”. Entonces, habrán crecido un poco más. 

“El lenguaje del mérito lleva varias décadas dominando el discurso público sin que apenas se reconozcan sus elementos negativos. Las élites meritocráticas se habían acostumbrado tanto a entonar este mantra que no se dieron cuenta de que estaba perdiendo su capacidad para inspirar. Haciendo oídos sordos al resentimiento creciente de quienes no estaban participando de la abundancia generada por la globalización, no detectaron lo mucho que se estaba extendiendo una actitud de descontento. La reacción populista les cogió por sorpresa. No vieron la afrenta implícita en la sociedad meritocrática que ofrecían. La élite mira por encima del hombro.

El ideal meritocrático es defectuoso porque ignora la arbitrariedad moral del talento y exagera la significación moral del esfuerzo. El esfuerzo no lo es todo. El éxito rara vez surge del trabajo duro sin más. La idea de que nuestro destino está en nuestras manos, de que puedes conseguirlo si pones empeño en ello, es una espada de doble filo: inspiradora por uno de sus bordes, pero odiosa por el otro. Congratula a los ganadores, pero denigra a los perdedores y afecta incluso a la percepción que tienen de sí mismos. Para quienes están atrapados en el fondo o para quienes a duras penas consiguen mantenerse a flote, la retórica del ascenso es más un escarnio que una promesa.

El reinado del mérito tecnocrático ha reconfigurado los términos del reconocimiento social de tal modo que ha elevado el prestigio de las clases profesionales con altas credenciales laborales y académicas –quienes triunfan se merecen su éxito, que sólo se debe a ellos, no creen que tengan motivos para estar en deuda o agradecidos- y ha depreciado las aportaciones de la mayoría de los trabajadores y, de paso, ha erosionado el status y la estima sociales de los que éstos gozaban. Insistir en que un título universitario es la principal vía de acceso a un puesto de trabajo respetable y a una vida digna engendra un prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a quienes no han estudiado en la universidad. El énfasis monotemático en la educación tuvo un perjudicial efecto secundario: la erosión de la estima social que hasta entonces habían merecido las personas que no habían estudiado en la universidad. El prejuicio credencialista es un síntoma de la soberbia meritocrática. El credencialismo destaca como el último de los prejuicios aceptables. La élite con buena formación universitaria no es menos prejuiciosa que la población con menos estudios. Puede que denuncie el racismo y el sexismo, pero no siente culpa alguna por sus actitudes negativas ante la gente que tiene un nivel educativo menor que el suyo”.



[1] Ejemplo: “Uno se explota a sí mismo, hasta el colapso. El hombre se ha convertido en un animal laborans, verdugo y víctima de sí mismo, lanzado a un horizonte terrible: el fracaso”

[2] Término acuñado por Michael Young en su libro de 1958: “El triunfo de la meritocracia”.

[3] Thomas Frank advierte de la generalización de frases como “la desigualdad no es un fallo del sistema, sino un fallo vuestro”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario