Hay veces que en la mente haces "click" y aparecen conexiones que no comprendemos o temas que no nos hemos detenido a pensar. En mi caso con frecuencia la lectura me brinda oportunidades de abrir mi pensamiento.
Por ejemplo, la traducción de una lengua a otra. Me presta la ocasión la lectura del libro "La lengua de los dioses", de la filóloga y periodista italiana Andrea Marcolongo. Ha sido aclamada por la crítica gracias a este pequeño libro que trata de hacernos comprender la esencia del griego antiguo, una lengua tan muerta como todos los que la hablaron, pero esencialmente bella y potente en lo que nos queda, la escritura.
Una escritura que se ha transmutado en el griego moderno. Una lengua, el griego clásico, que no se ha exportado, pero que no fue vencida por el Imperio Romano. El latín sí se exportó a países dispuestos a cambiar su cultura, y de ahí surgieron las lenguas romances como por ejemplo, el castellano, el francés, el catalán o el portugués. Grecia no cambió su cultura y el griego se mantuvo. Incluso su base, el dialecto ático llegó a ser la lengua franca en buena parte del Imperio de Alejandro Magno.
Es un libro que va de menos a más, con una primera parte que refleja el amor y el conocimiento de la autora sobre el griego antiguo, explicando su estructura de forma razonablemente comprensible. En mi opinión, el libro se crece a partir de la página 140.
Traducir viene de vertere o vertir y, por tanto, "traducir es verter de una lengua que no es la nuestra a la lengua que sí comprendemos".
Una lengua es un conjunto de reglas gramaticales, signos de alfabeto y construcciones que hay que descodificar para hacerlas comprensibles en la lengua conocida. Pero es eso no es todo.
Detrás de cada lengua hay una forma de pensar y el lenguaje expresa ese pensamiento. Lenguas muy distintas como el griego antiguo, el sánscrito o la lengua japonesa o china, expresan pensamientos y culturas muy distintas del pensamiento y cultura europea, especialmente las lenguas con raíz latina.
Por ello, aprender una lengua ajena como simple aplicación de reglas de traducción no permitirá comprender lo escrito más de que una forma limitada, adaptado a nuestra forma de pensar, que puede no ser la original de quien escribió el texto. Leyendo la "Historia de la guerra del Peloponeso" de Tucídides, la traducción literal resulta inatractivamente arrítmica desde nuestra mente gramatical latina porque no comprendemos el pensamiento griego detrás de la prosa del texto. Tenemos que esforzarnos en traducirla a nuestro pensamiento latino, y ese esfuerzo no obtiene toda la recompensa.
Se me ocurre que algo parecido debe suceder con el lenguaje de las máquinas. Una máquina funciona porque le hemos hablado en la lengua que entiende para funcionar, que hoy son los programas con códigos binarios de ceros y unos.
Para su dueño, un reloj digital no es más que una sucesión de pantallas con funcionalidades expresadas de forma gráfica y conectadas con nuestro cuerpo y el exterior (temperatura o geolocalización, por ejemplo). Pero por dentro, el fabricante ha ensamblado un complejo lenguaje donde intervienen piezas físicas o hardware (chips, componentes) con programas de software que nos traducen hasta la lengua que queremos obtener: nuestro rendimiento físico, medida del tiempo, recorrido realizado, etcétera.
Esa lengua de máquina quizá requiera de unos traductores más creativos que las lenguas strictu sensu. Las artes se están transformando como consecuencia de la experiencia digital. Véanse experiencias inmersivas como los metaversos donde los más jóvenes pasan horas, construyen su particular cultura y se comunican; la influencia de comunicadores como Travis Scott con 12,3 millones de seguidores en su concierto en Fortnite. O la comunicación audiovisual de artistas como Carles Viarnès y Alba G del Corral.
"Esto es lo que diferencia a los genios como Jeff Bezos, Steve Jobs o Mark Zuckerberg. Ellos saben combinar la lengua profunda de las máquinas y la forma en que éstas hablan a las personas. "
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